Fermín Goñi Sáez. Psicólogo Clínico. Director Científico de Fundación Argibide
La imaginación humana posibilita el desarrollo de un proceso neurocognitivo altamente evolucionado -tanto en sus aspectos neurobiológicos como socioafectivos- denominado mentalización. El psicólogo inglés Peter Fonagy lo define como la capacidad de observar nuestra mente desde fuera y las otras mentes desde dentro.
Nacemos en nichos sociocognitivos donde nos vinculamos con figuras de apego que pueden o bien facilitar o bien obstaculizar el desarrollo de esta facultad. Como seres mentalizadores somos capaces de percibir e interpretar los sentimientos, pensamientos, creencias y deseos que explican y dan sentido tanto a los comportamientos de otras personas como a los nuestros; haciendo posible la interacción cooperativa y adaptativa.
En el estudio de la mentalización, la neurociencia ha modelizado 4 dimensiones que son descritas como espectros que en sus extremos presentan las siguientes características. Automático versus controlado: el primer proceso define un procesamiento rápido –casi reflejo- que requiere escasa o ninguna atención, conciencia, intención o esfuerzo; el segundo es un proceso lento y secuenciado, que requiere atención, conciencia, intención y esfuerzo. Uno mismo versus otros: el primero implica la capacidad de observar nuestros propios estados (incluyendo las propias experiencias físicas); y el segundo se centra en el estado de otras personas. Interno versus externo: en el primero, hipotetizamos la experiencia interna de alguien a partir del conocimiento que tenemos de esa persona; en el segundo, realizamos inferencias basadas en los indicadores externo de los estados mentales (v. gr., gestos faciales). Cognitivo versus afectivo: razonar, reconocer y nombrar los estados mentales hace referencia al primer proceso; la dimensión afectiva supone –por su parte- la capacidad de comprender el sentimiento que acompañada a dichos estados. Seguir leyendo